Allá por 1916, el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein apuntaba en una de las entradas de su diario: «Creer en un dios quiere decir que con los hechos del mundo no es suficiente». Esta frase anima a no tener miedo a tomarse en serio la altura, la anchura, la longitud y la hondura de lo que existe, a no intentar armonizar la complejidad de lo real. Si aquello que vemos, tocamos, mezclamos y creamos con los materiales que en este mundo están a nuestra disposición no basta, si queda espacio para que algo más sea posible, es que la vida esconde secretos que se encuentran más allá de la mera matemática.
Sin duda es en ese espacio que parece estar en blanco donde Dios se revela como evidente y donde la sobrevivencia a la que tantos creyentes aspiran se manifiesta plausible o, al menos, razonable para los seres humanos.
Los cristianos denominan «resurrección» a este misterio que desborda la vida terrena, porque aseguran, obedeciendo a lo que confiesa su fe, que esta posibilidad ya se ha dado históricamente en Jesús de Nazaret, el cual nació de una mujer en Palestina siendo Augusto el emperador de Roma y sus provincias, y que es el Hijo de Dios encarnado.
En este punto hay que recordar que para que la resurrección sea digna del ser humano, el tipo de resurrección que se profesa debe haber sido experimentada necesariamente por una persona concreta en esta historia. Todo lo demás se mueve entre las brumas de las leyendas y los mitos, por muy literaria y hermosa que sea la forma de proponerlo. De hecho, ahí sigue perdurando en el imaginario cultural la quevedesca expresión «polvo enamorado» para referirse a la pervivencia de la amada muerta, o aquel verso del Cantar de los cantares que fantasea con la inmortalidad: «El amor es tan fuerte como la muerte», y que Juan de la Cruz y fray Luis de León llevan a las altas cumbres de la poesía.
Dicho sin ambages: o la resurrección es real y, en consecuencia, plenamente humana, o no pasa de ser literatura bellísima, mas sólo literatura. O la resurrección conserva y plenifica lo mejor de lo experimentado, sentido, compartido y vivido ‒incluso sufrido‒ junto a los seres queridos, o no es digna de quienes habitan esta tierra aguijoneados por un anhelo y una desazón incurables.
[Fotografía de Hans Kessler, autor del libro ¿Resurrección? El camino de Jesús hasta la cruz y la pascua. Junto al fresco bizantino que decora el ábside de la iglesia de San Salvador de Cora (Estambul), usado para la portada de Teopoética del cuerpo. Carne mortal destinada a la gloria, de Olivier Clément.]