Porque las preguntas que plantea siguen siendo actuales. Tan sólo por eso. O, claro, porque sus autores fueron genios que trataron de contestarlas en su época, aunque fuera distinta de la actual.
Una de esas preguntas que siguen resonando con fuerza en la conciencia del hombre contemporáneo es: ¿Por qué ser cristiano hoy? Concretamente, en un mundo desarrollado y tecnificado donde los medios de comunicación crean cada minuto la realidad y recuerdan a sus seguidores lo que no pueden por menos de pensar y saber, lo que está bien y deben hacer, lo que tienen que experimentar y practicar, lo que es bello y a lo que han de religar su conciencia para vivir tranquilos. En un mundo mayoritariamente virtual y que pone su atención y su alma en un futuro inmediato más que en un presente vivido con calma para que tenga tiempo de ser fecundo; en un mundo cuyos valores se metamorfosean sin parar y quedan enseguida anticuados… nada es tan importante como conservar alguna convicción. Porque si no se cree en algo, otros dirán en qué se ha de creer.
Y es justamente aquí, en esta lucha soterrada en busca de la verdad, donde entra en juego el cristianismo. Porque ninguna otra ideología ‒si podemos denominarlo así‒ es tan revolucionaria y humanizadora.
A este respecto, el historiador Philip Jenkins señala que, por mucho que a lo largo de la historia se haya perseguido al cristianismo y hasta se lo haya destruido en extensas áreas, es capaz de conservar su gran vitalidad en el corazón del pueblo.
Otros historiadores, como por ejemplo Tom Holland, se siguen interrogando por la capacidad que ha tenido la fe cristiana para configurar sociedades con valores atractivos, entre los que destacan la importancia de la persona concreta, su libertad y su inviolabilidad frente al imperio de los poderes de turno: ya se encuentren en la costa este de Estados Unidos o en Pekín, en Seattle o Shanghái, en Catar o Riad, en Bombay, Ámsterdam, Moscú o Los Ángeles.
No deja de sorprender que un hombre que murió en una cruz, con un destino a todas luces irrelevante, haya logrado en tantos lugares que el dinero no lo sea todo, que la fama, la belleza o la voluntad personal nunca deban ocupar el corazón como si fueran dioses a los que incensar y entregar la propia existencia.
Si hubiera que volverse a preguntar hoy por la validez del cristianismo y por su calidad, no es menos cierto que habría que hacerlo también por su estructura. De hecho, el ser humano necesita de las estructuras para existir porque es un ser social. Nada que se deje permanentemente a la improvisación de los individuos persiste en el tiempo y mucho menos genera espacios de libertad, sino que con frecuencia favorece al más fuerte, que impone sus gustos de una y mil formas.
Preguntarse, pues, por el cristianismo lleva implícita la pregunta por la Iglesia, en la que los cristianos se agrupan para celebrar sus misterios, para confabularse a hacer el bien y para salvaguardar su libertad y la de sus hermanos esforzándose por practicar una solidaridad real y concreta.
Si el cristianismo no existiera, no cabe duda de que la humanidad debería inventarlo.
[Detalle de la imagen que decora la nueva cubierta de ¿Por qué soy cristiano? ¿Por qué permanezco en la Iglesia?, de Hans Urs von Balthasar y Joseph Ratzinger. Fotografía de este. Y una representación medieval del mundo, que aparece en la cubierta del libro de Philip Jenkins, La historia olvidada del cristianismo.]