Quienes ya tienen una edad recordarán aquella joya de apenas veinte páginas, escrita por Karl Rahner: Espiritualidad antigua y actual. En su momento se convirtió en un referente del pensamiento postconciliar, entre otras cosas por la famosa frase: «El cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano».
No cabe duda de que la profecía del teólogo alemán se ha cumplido. Pero lo ha hecho de una forma indolora. Habitamos un tiempo en el que lo espiritual no puede tener más éxito y acogida, contradiciendo los augurios de los sociólogos y pensadores de la secularización, que apostaban por la desaparición paulatina de lo religioso a medida que la ciencia, la técnica y el bienestar económico se fueran extendiendo.
Pero si la espiritualidad goza de buena salud en la sociedad desarrollada y urbanita, no puede decirse lo mismo del cristianismo en Occidente. Da la impresión de que, a mayor espiritualidad, menor aprecio y atracción por la forma de vida cristiana. Y si se mira desde dentro del cristianismo, parece como si los seguidores de Jesús se hubieran retirado a sus cuarteles de invierno porque no se ven con fuerzas para inculturar su fe sin ser avergonzados.
¿Es válido este análisis? A nivel general, sin duda. Basta con observar los medidores digitales de tendencias de las masas para ver la escasa relevancia de las propuestas eclesiales. Y, sin embargo, cuando la mirada se hace más concreta y cercana, es posible descubrir que sigue habiendo vida cristiana, grupos cristianos, pensadores, literatos, artistas, políticos, científicos, economistas, jóvenes y mayores cristianos. Todos ellos han experimentado algo que no resulta fácil cuantificar. Y ese algo invisible, tratan de comunicarlo a su modo, con palabras y gestos sin publicidad.
Tal vez donde esto se vea mejor sea cuando se reúnen para celebrar su vida y su fe. En esas reuniones no buscan enemigos externos para favorecer la conexión; al contrario, se animan a hacer el bien, se confabulan para no desatenderse unos a otros en las necesidades y se recuerdan que es posible mirar el futuro esperanzadamente, sin necesidad de aferrarse al presente a toda costa y a cualquier precio.
La espiritualidad cristiana y sus libros, cuando son verdaderos, alimentan esta experiencia que aproxima a los umbrales de la mística a todo hombre de buena voluntad.
[Detalle que decora la portada de Evangelios molestos, obra clásica y peculiar de la espiritualidad de los años setenta. Centro: icono etiópico que representa a Jesús curando a un ciego y que decora Las enfermedades del espíritu. Por último, representación de un pez, que simboliza al bautizado seguidor de Jesús.]
El Parque del Retiro se convierte un año más en lugar de encuentro de los amantes de los libros: lectores y escritores, editores y traductores, libreros y curiosos… Del 31 de mayo al 16 de junio, Ediciones Sígueme estará presente en la caseta 206 con todos sus títulos.
También será una oportunidad para el encuentro con algunos de nuestros autores y traductores, que estarán firmando sus libros:
–Sábado 1 de junio, 12:00: Pedro García-Baró, traductor de la Carta a Meneceo de Epicuro.
–Lunes 3 de junio, 19:30: Alberto de Mingo Kaminouchi, autor.
–Miércoles 5 de junio, 18:00: Leonardo Rodríguez Duplá, filósofo y traductor de los Discursos edificantes de Kierkegaard.
–Sábado 8 de junio, 19:30: Raquel García-Lozano, traductora de la poesía de Bialik.
–Sábado 8 de junio, 19:30: Miguel García-Baró, filósofo y autor.
–Viernes 14 junio, 19:00-20:00: Pablo d’Ors, escritor y editor de la obra de Franz Jalics.
Horario de la feria:
Lunes a jueves: 10:30-14:00 / 17:00-21:00
Viernes a domingo: 10:30-15:00 / 17:00-21:00
Viernes 7: hasta las 23:30
La sociedad de los medios de comunicación de masas ha generado una demanda imparable de contenidos. Según esta lógica, los libros se convierten en meras fuentes que nutren la búsqueda de información y de entretenimiento. Esto explica, en buena medida, la aparición de autores que han encontrado en la divulgación de temas complejos el éxito mercantil, lo cual, por otra parte, ha influido en la forma de pensar de una sociedad.
Entre este tipo de famosos destacan escritores como Carl Sagan, que ha popularizado el conocimiento del universo, Desmond Morris y el proceso de hominización o, entre nosotros, Benítez o Arsuaga, con sus ideas sobre el mundo venidero y los orígenes de los humanos.
En este contexto cultural, resulta obvio que ni siquiera Dios iba a librarse de esta simplificación culta y revestida de cientificidad. Así, Asmann y sus epígonos asignan al monoteísmo el origen de la violencia. Otros describen al Dios sádico que juega a los dados para determinar los sucesos de la historia. Otros más recientes insisten en que ese Dios judeocristiano es el causante de la explotación de la naturaleza y del colapso que amenaza el futuro de la tierra. Incluso algunos, para más inri, apuestan por un Dios que bendice a los ricos y se desentiende de los pobres porque los bienes y el éxito de las personas son signos que ponen de manifiesto la piedad o la impiedad de cada uno.
Y, sin embargo, ninguno de estos es el Dios de Jesús, cuyo éxito es el más estrepitoso de los fracasos humanos, siempre según la lógica que impera en este mundo. Un Dios, en definitiva, que está siempre más allá de las imágenes que los humanos se hacen de él.
Un Dios acerbo, incontrolable, que se hace presente como crucificado allí donde la violencia triunfa y el sinsentido quiebra el alma de los que sufren injustamente. Un Dios presente en cada uno de los que caminan hacia el patíbulo y perecen sin culpa.
[Imagen de portada de Un Dios que es siempre más, y de su autora, Janet P. Williams. Y fotografía de Martin Buber, autor de Eclipse de Dios, una de sus obras clásicas.]
Tarea difícil recomendar un libro que aporte un poco de luz para iniciar el nuevo año. De hecho, muchos lectores veteranos se inclinan más por las relecturas, mientras que a los más jóvenes y a los inquietos les atraen sobre todo las novedades.
Determinarse por un título al comenzar el año tiene, además, su significación. De entre las posibilidades desplegadas para elegir, la escogida dejará su marca en la hoja en blanco del nuevo año y, de manera misteriosa, influirá en el resto de elecciones, siempre entre la fecundidad y la trivialidad.
En todo caso, basta ya de preámbulos y arriesguemos una recomendación que también quiere ser un homenaje. El libro que proponemos para iniciar el año es La pregunta por Dios, del teólogo Olegario González de Cardedal.
Seguramente, al llegar aquí, alguno dejará de leer argumentando que es más de lo mismo. Pero le rogamos que dé una oportunidad al consejo.
La obra sugerida invita a introducirse en el asombro. Nuestro mundo ha perdido en buena medida esta capacidad. Apenas somos capaces de vivir «en» el presente, si bien es condición indispensable para maravillarse. Nosotros y nuestros contemporáneos volcamos nuestra ilusión «en» el futuro, donde se nos promete que, si tenemos un poco de paciencia, nuestros deseos serán cumplidos por la sociedad tecnificada. Sin embargo, esta lógica esconde un cambio sutil en la vida: es más interesante el viaje que el objetivo, el entretanto que el fin. Y quienes habitamos en este siglo XXI terminamos por convertirnos en meros transeúntes entretenidos que son invitados a no gastar sus energías en cada instante: concreto, real, decisivo. Se nos recuerda una y otra vez que ya otros se encargan de todo y que nosotros simplemente hemos de dedicarnos a soñar.
En una sociedad así, la pregunta por Dios es una bomba con temporizador que terminará explotando en algún momento, aunque cualquier incidente puede acelerar la deflagración. La mera presencia de esta pregunta basta para producir en el lector atento una especie de levitación que augura el vuelo. La mente se eleva para contemplar la realidad desde arriba y poder ver el mundo, a los demás y a uno mismo como criaturas precarias y necesitadas, que solo disponen de un tiempo tasado que han de usar del mejor modo posible.
Pero estas criaturas indefensas ante cualquier amenaza atesoran, sin saber muy bien por qué, un anhelo infinito de felicidad plena que únicamente en Dios se colma.
Preguntarse por Dios hoy es vivir atados al presente para que los cantos de sirena que pueblan nuestra travesía no nos lleven a la tierra del olvido completo.
[Imagen de portada del libro La pregunta por Dios, de Olegario González de Cardedal. Fotografía del autor. E ilustración de cubierta del segundo poemario de Daniel Faria, Hombres que son como animales mal situados.]
¿Se trata de un mensaje imposible? Porque, si es así, los cristianos deberíamos dejar de anunciarlo y celebrarlo cada navidad para no banalizar el sufrimiento de tantas víctimas.
Aunque, bien mirado, es un mensaje que ha llegado a nosotros por el anuncio de ángeles que contemplan el rostro de Dios. Y esto entraña una paradoja: puesto que no nos pertenece, puesto que no ha sido inventado por ningún ser humano, ni ninguna agencia de publicidad, ni ningún consorcio religioso, político o empresarial, no nos queda más remedio que proclamarlo por ser un imperativo moral (o trascendente, si se prefiere).
Al ser un mensaje positivo, solo nos es permitido acogerlo, meditarlo, agradecerlo, alabarlo. Quizá por ello, deberíamos obligarnos a declamarlo en voz alta, como una poesía, para que a través del oído acuda al corazón esta buena nueva que nos excede.
Y si no proclamáramos este mensaje cada Navidad, en el fondo estaríamos aceptando la imposibilidad real de la paz entre humanos y la verdad criminal de imponerse sobre el adversario para intentar reducir al mínimo el peligro de la venganza, la violencia, el terrorismo o la guerra.
En nuestra ayuda viene el pensador Martin Buber, que durante la mayor parte de su vida se esforzó por dar una oportunidad concreta y real a la paz, sin por ello luchar por que los judíos lograran una comunidad en Palestina. Pero dicha comunidad solo sería posible si se trabajaba denodadamente por el entendimiento con los árabes que vivían allí, buscando una «conciencia de solidaridad compartida por ambos pueblos». Sin esta solidaridad, resulta imposible «cumplir el mandamiento de servir al espíritu en este Estado» de Israel/Palestina. Buber está convencido de que únicamente cuando se dialoga en el plano espiritual, es cuando se logra desbloquear el camino «hacia el entendimiento con los pueblos árabes».
Hoy, como en aquel lejano abril de 1958, esta tarea parece estar condenada al fracaso dadas las circunstancias agravadas que persisten; sin embargo, «el mandamiento del espíritu sigue siendo allanar el camino para la cooperación entre ambos pueblos», profetiza el sabio pensador.
…Y en la tierra paz a los hombres amados por el Señor.
[Puente que decora la portada del libro de Martin Buber, Una tierra para dos pueblos. Escritos políticos sobre la cuestión judeo-árabe. Fotografía de portada de Bakhita, novela de Véronique Olmi sobre la superación constructiva del odio. Y abajo, imagen de Una historia de la nada… y la esperanza, de Jean dʼOrmesson.]
El que fuera renombrado escritor y popular periodista escribió a lo largo de su vida profesional más de cuatrocientos artículos que buscaban ofrecer a sus contemporáneos mil y una razones para mantener la esperanza, vivir en la alegría y regalar sencillos gestos de amor cotidiano.
Aquellas «razones» hicieron aflorar durante años una sonrisa dominical en los lectores, al tiempo que invitaban a pensar.
Es cierto que han cumplido ya cuarenta años, pero también que se han reeditado ininterrumpidamente para ser leídas, releídas o regaladas a familiares, amigos y conocidos. El secreto de su perenne juventud, a pesar de las arrugas que provoca el inevitable paso del tiempo, es que tocan cuerdas con frecuencia ignoradas, las cuales, al vibrar, revelan algunos de los buenos sentimientos que nos habitan.
Cuando se reedita por trigésimo tercera vez Razones para la esperanza, a la sazón el primero de sus cuadernos, uno no puede por menos de pensar que aquella inicial recopilación obligaría al autor a escribir nuevas razones semanales hasta poco antes de su muerte. Por otra parte, basta con abrir este libro germinal para reconocer de inmediato el ADN literario de José Luis y su enorme corazón: «Me gustaría ‒escribe‒ que este primer apunte de mi cuaderno llegase a tus manos, amigo ladrón, que hace dos semanas violentaste mi puerta, registraste mis cajones y abriste uno a uno todos mis armarios. Me gustaría, al menos, darte las gracias, más incluso que por no haberte llevado nada, por no haber alterado el orden de uno solo de mis papeles».
Leer hoy las razones de Martín Descalzo sigue siendo un ejercicio de esperanza y de acción de gracias ante el milagro de la vida que se nos regala. Y quien de nuevo ojee sus páginas tendrá al menos garantizada una sonrisa en sus labios.
[Detalle de la portada de Razones para la esperanza. Debajo, fotografía de José Luis Martín Descalzo y mosaico de Razones para la alegría, Razones desde la otra orilla, Razones para el amor y Razones para vivir. ]
Allá por 1916, el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein apuntaba en una de las entradas de su diario: «Creer en un dios quiere decir que con los hechos del mundo no es suficiente». Esta frase anima a no tener miedo a tomarse en serio la altura, la anchura, la longitud y la hondura de lo que existe, a no intentar armonizar la complejidad de lo real. Si aquello que vemos, tocamos, mezclamos y creamos con los materiales que en este mundo están a nuestra disposición no basta, si queda espacio para que algo más sea posible, es que la vida esconde secretos que se encuentran más allá de la mera matemática.
Sin duda es en ese espacio que parece estar en blanco donde Dios se revela como evidente y donde la sobrevivencia a la que tantos creyentes aspiran se manifiesta plausible o, al menos, razonable para los seres humanos.
Los cristianos denominan «resurrección» a este misterio que desborda la vida terrena, porque aseguran, obedeciendo a lo que confiesa su fe, que esta posibilidad ya se ha dado históricamente en Jesús de Nazaret, el cual nació de una mujer en Palestina siendo Augusto el emperador de Roma y sus provincias, y que es el Hijo de Dios encarnado.
En este punto hay que recordar que para que la resurrección sea digna del ser humano, el tipo de resurrección que se profesa debe haber sido experimentada necesariamente por una persona concreta en esta historia. Todo lo demás se mueve entre las brumas de las leyendas y los mitos, por muy literaria y hermosa que sea la forma de proponerlo. De hecho, ahí sigue perdurando en el imaginario cultural la quevedesca expresión «polvo enamorado» para referirse a la pervivencia de la amada muerta, o aquel verso del Cantar de los cantares que fantasea con la inmortalidad: «El amor es tan fuerte como la muerte», y que Juan de la Cruz y fray Luis de León llevan a las altas cumbres de la poesía.
Dicho sin ambages: o la resurrección es real y, en consecuencia, plenamente humana, o no pasa de ser literatura bellísima, mas sólo literatura. O la resurrección conserva y plenifica lo mejor de lo experimentado, sentido, compartido y vivido ‒incluso sufrido‒ junto a los seres queridos, o no es digna de quienes habitan esta tierra aguijoneados por un anhelo y una desazón incurables.
[Fotografía de Hans Kessler, autor del libro ¿Resurrección? El camino de Jesús hasta la cruz y la pascua. Junto al fresco bizantino que decora el ábside de la iglesia de San Salvador de Cora (Estambul), usado para la portada de Teopoética del cuerpo. Carne mortal destinada a la gloria, de Olivier Clément.]
La editorial norteamericana InterVarsity Press tuvo la idea de crear una colección centrada en la Antigüedad. El punto de partida estaba determinado por la frase «Una semana en la vida de…» y los protagonistas (un centurión, un esclavo…) o los lugares (Corinto, Jerusalén, Roma…) representativos del mundo grecorromano. Con este sencillo esquema, se invitaba al lector a pasear su mirada por esta época que tanto ha influido en Occidente hasta la actualidad.
La editorial encargó a una joven investigadora de los albores del cristianismo la tarea de imaginar la vida cotidiana de una mujer común en una ciudad mediterránea del siglo I. Si lograba su objetivo, el lector podría entender un poco mejor las características de una sociedad urbana en la que aparecieron pequeños grupos de cristianos sin especial relevancia, formados sorprendentemente por todo tipo de personas, sin importar el origen étnico, la edad, el sexo, el oficio, el estatus económico o el político.
El intento de contemplar una populosa ciudad del Imperio romano a través de los ojos de una mujer permite adentrarse en el ambiente no sólo desde abajo, sino también desde la debilidad de quien está sometida al varón y desde la intimidad del hogar donde las mujeres organizan la economía familiar y se ocupan de la crianza de la prole y de la atención a los ancianos que ya no se valen por sí mismos.
De la mano de Anthia de Éfeso, el lector recorre calles y plazas, asiste a mercados y baños públicos, recoge agua en la fuente comunal o visita el ajetreado puerto, se adentra en la vivienda de una sola estancia y participa del bullicio vecinal donde se comparte la pobreza.
Sin embargo, también junto a Anthia descubre el lector que los hombres y mujeres de hoy apenas son diferentes de los antiguos cuando se trata de sentimientos y relaciones, de anhelos y temores, de creencias y esperanzas en un futuro mejor.
[Fotografía de Holly Beers, autora de Anthia de Éfeso. En el centro, retrato de una mujer romana del siglo II, encontrado en Fayún, Egipto. ]
En algún momento de la existencia se siente la urgencia de volver a las fuentes y beber el agua sin contaminar; acercarse con pudor reverente al espíritu que aletea en el misterio, a las verdades que no es posible olvidar sin pagar un alto precio y a las experiencias fundantes que permiten recordar lo único importante, oculto desde la fundación del mundo.
No se trata de regresar al paraíso perdido, por muy cálido y acogedor que este sea, sino de reconocer que, puesto que no tenemos la capacidad de hacernos a nosotros mismos, necesitamos aceptar humildemente el legado de tantos hombres y mujeres que nos han precedido y que nos configuran para bien y para no tan bien. ¿Acaso puede alguien creer que en él comienza todo lo justo, lo bello, lo cierto y lo bueno? ¿O se puede ignorar que nuestro cerebro está compuesto de estratos muy profundos que conectan con épocas pasadas donde los símbolos primordiales siguen fabricando la savia que nos alimenta?
A la biología, que con sus leyes de autoconservación nos protege incluso de nosotros mismos, se ha unido la cultura. En Occidente, el pensar crítico ha cristalizado desde muy antiguo en un producto cultural al que denominamos «filosofía». En consecuencia, cuando hoy se recupera y lee alguno de los textos clásicos, el ciudadano está protegiéndose de la ingenuidad y de la manipulación.
Acercarse en nuestros días al Lisis de Platón, turbador diálogo socrático sobre el amor, o al aparentemente sencillo opúsculo medieval de Saint-Thierry, Naturaleza y dignidad del amor; pasear por las lecciones ilustradas de Schelling sobre la Filosofía de la mitología, en las que desde los dioses múltiples se termina llegando al Dios que guía la historia, o analizar fenomenológicamente con Marion la tentación del hombre moderno de fabricarse dioses a los que entregar su libertad para no servir al Dios verdadero, nos invitan a considerar si de verdad estamos solos en este mundo y no hay Alguien que nos precede y acompaña, porque si no, habremos de cargar nosotros solos con toda la responsabilidad de lo que acontece, como «sísifos» dominados por el azar irremisible.
Y es justo aquí donde la gran filosofía (y la teología) nos siguen aportando, a menudo contra viento y marea, las razones que nos mantienen en la esperanza.
[En la colección Hermeneia-Filosofía se encuentran autores como Platón (busto), Guillermo de Saint-Thierry, (ilustración en pergamino), Friedrich Schelling y Jean Luc Marion (fotografía).]
Porque las preguntas que plantea siguen siendo actuales. Tan sólo por eso. O, claro, porque sus autores fueron genios que trataron de contestarlas en su época, aunque fuera distinta de la actual.
Una de esas preguntas que siguen resonando con fuerza en la conciencia del hombre contemporáneo es: ¿Por qué ser cristiano hoy? Concretamente, en un mundo desarrollado y tecnificado donde los medios de comunicación crean cada minuto la realidad y recuerdan a sus seguidores lo que no pueden por menos de pensar y saber, lo que está bien y deben hacer, lo que tienen que experimentar y practicar, lo que es bello y a lo que han de religar su conciencia para vivir tranquilos. En un mundo mayoritariamente virtual y que pone su atención y su alma en un futuro inmediato más que en un presente vivido con calma para que tenga tiempo de ser fecundo; en un mundo cuyos valores se metamorfosean sin parar y quedan enseguida anticuados… nada es tan importante como conservar alguna convicción. Porque si no se cree en algo, otros dirán en qué se ha de creer.
Y es justamente aquí, en esta lucha soterrada en busca de la verdad, donde entra en juego el cristianismo. Porque ninguna otra ideología ‒si podemos denominarlo así‒ es tan revolucionaria y humanizadora.
A este respecto, el historiador Philip Jenkins señala que, por mucho que a lo largo de la historia se haya perseguido al cristianismo y hasta se lo haya destruido en extensas áreas, es capaz de conservar su gran vitalidad en el corazón del pueblo.
Otros historiadores, como por ejemplo Tom Holland, se siguen interrogando por la capacidad que ha tenido la fe cristiana para configurar sociedades con valores atractivos, entre los que destacan la importancia de la persona concreta, su libertad y su inviolabilidad frente al imperio de los poderes de turno: ya se encuentren en la costa este de Estados Unidos o en Pekín, en Seattle o Shanghái, en Catar o Riad, en Bombay, Ámsterdam, Moscú o Los Ángeles.
No deja de sorprender que un hombre que murió en una cruz, con un destino a todas luces irrelevante, haya logrado en tantos lugares que el dinero no lo sea todo, que la fama, la belleza o la voluntad personal nunca deban ocupar el corazón como si fueran dioses a los que incensar y entregar la propia existencia.
Si hubiera que volverse a preguntar hoy por la validez del cristianismo y por su calidad, no es menos cierto que habría que hacerlo también por su estructura. De hecho, el ser humano necesita de las estructuras para existir porque es un ser social. Nada que se deje permanentemente a la improvisación de los individuos persiste en el tiempo y mucho menos genera espacios de libertad, sino que con frecuencia favorece al más fuerte, que impone sus gustos de una y mil formas.
Preguntarse, pues, por el cristianismo lleva implícita la pregunta por la Iglesia, en la que los cristianos se agrupan para celebrar sus misterios, para confabularse a hacer el bien y para salvaguardar su libertad y la de sus hermanos esforzándose por practicar una solidaridad real y concreta.
Si el cristianismo no existiera, no cabe duda de que la humanidad debería inventarlo.
[Detalle de la imagen que decora la nueva cubierta de ¿Por qué soy cristiano? ¿Por qué permanezco en la Iglesia?, de Hans Urs von Balthasar y Joseph Ratzinger. Fotografía de este. Y una representación medieval del mundo, que aparece en la cubierta del libro de Philip Jenkins, La historia olvidada del cristianismo.]