En las primeras décadas del nuevo milenio se asiste a un florecimiento de la espiritualidad, algo que para muchos intelectuales y pensadores de la segunda mitad del siglo XX resultaba improbable. Baste señalar a este respecto la famosa teoría de la secularización que, allá por los años sesenta del siglo pasado, adquirió prácticamente la categoría de un dogma que rezaría así: el avance de la secularización en la sociedad lleva consigo la reducción de la fe religiosa.
Pues bien, contra la supuesta lógica de las ciencias sociales, los muy secularizados occidentales no han dejado de reservar en su vida espacio y tiempo para dedicarlos a actividades religiosas en los ámbitos público y privado. Un buen ejemplo de esto es el éxito de la meditación.
Es cierto que no pocos ven en esta práctica un simple medio para sentirse mejor o para rendir más en su actividad profesional, sea esta deportiva, empresarial o política. Pero no es menos cierto que este retorno a la interioridad se manifiesta como aprecio a lo gratuito y a lo que está más allá de uno mismo y se puede programar. Este hecho pone de manifiesto la existencia de una rendija por la que se hace presente la trascendencia en esta sociedad técnica, eficiente y digitalizada que trata de explicarlo todo.
Si se observa con atención, nadie puede negar en la gran mayoría un sutil anhelo de hondura y autenticidad que lucha por recuperar algo de esa ingenuidad de la infancia ‒cuando el niño se abre con asombro a la realidad ‒, con la ilusión de retornar a un tiempo primigenio donde sea posible conectar con uno mismo y renacer cada mañana limpio, sin condicionamientos que determinen las propias decisiones y los sentimientos hasta el punto de traicionarlos.
En todo caso, ¿puede la meditación resolver los problemas y las insatisfacciones que produce el desgaste de la vida, los roces de la convivencia y las circunstancias imprevistas que la alteran? ¿O acaso se necesita una mínima apertura a lo numinoso para ensanchar la existencia e impedir enclaustrarse en sí mismo?
Al final, pocas cosas terminan siendo evidentes: que solo lo real es verdadero, y que nada auténtico existe al margen de los otros (y del Otro).
[Imagen que decora la portada de Los numerosos altares de la modernidad, obra de Peter Berger, eminente sociólogo de la religión. Debajo, fotografía de Franz Jalics y portada de Manual de oración, libro recientemente publicado.]
Tal vez una de las frases más revolucionarias de la historia sea la que pronunció hace dos milenios el Profeta de Galilea: «Yo soy la verdad».
Tan sorprendente afirmación –cuestionada por el representante del Imperio y del divino emperador en aquellas tierras, Poncio Pilato: «¿Y qué es la verdad?»– ha sido la que ha alimentado la vida del teólogo, del pastor y del obispo de Roma, Joseph Ratzinger, tras ser elegido Papa como Benedicto XVI en 2005, y fallecido el pasado 31 de diciembre.
Durante todo su ministerio, Ratzinger ha buscado la verdad sin desfallecer. Y ha tratado de hacerlo con profunda humildad, intentando siempre no faltar a la caridad a las personas concretas.
Esta búsqueda de la verdad se percibe de una forma especial en sus investigaciones teológicas, que le han llevado a tomar dos decisiones como Papa que marcan su legado. La primera de ellas es, sin duda, su esfuerzo ecuménico para avanzar lo más posible en la unidad con las iglesias de la tradición Ortodoxa. Con este fin ha profundizado en la figura del Papa como Obispo de Roma, que en cuanto obispo no busca diferenciarse en nada de los demás obispos de la Cristiandad. Subrayar esta verdad –y creérsela– ha puesto las bases para una adecuada reflexión teológica y ecuménica con los grandes Patriarcados de Oriente. En este sentido, Ratzinger ha impulsado el diálogo desde la verdad compartida con el fin de alcanzar un día la comunión plena.
La segunda decisión, que hay que situar un escalón por debajo de la anterior, ha sido la preparación minuciosa y la ejecución de su renuncia como Papa. No bastaba con renunciar, sino que era necesario hacerlo bien, es decir, explicar teológicamente las consecuencias y sobre todo poner las bases canónicas para que algo, en principio, negativo pudiera vivirse como un momento de gracia para la Iglesia; dicho con otras palabras, que aportara esperanza, expresara un amor desinteresado y testimoniara la fe en el único Dueño y Señor de los destinos de la comunidad que reúne a los seguidores de Jesús: Dios.
En una sociedad cada día más individualista, que busca la fama de cada individuo por encima de los demás, Ratzinger se ha convertido en testimonio de que se puede vivir, y morir, de otro modo más humano, fraterno y discreto. In memoriam.
[Fotografía de Joseph Ratzinger, autor de Introducción al cristianismo, su obra emblemática de 1969, cuando era profesor en Tubinga. Contaba por aquel entonces 42 años. Debajo, sus libros actualmente en nuestro Catálogo.]
Cada generación tiene sus mitos. Representan el paisaje donde vivirán en la imaginación a lo largo de su vida. En buena medida, constituyen el marco donde situar sus referencias fundamentales que les sirven para orientarse.
Es cierto que los mitos tienen mucho de fantasía, porque la imaginación vuela libre; pero también revelan valores y creencias básicos, que se asumen sin necesidad de justificarlos, en el ámbito de la lógica, la moral e incluso la estética.
Para un buen número de personas que han vivido en Occidente durante los últimos setenta años, la epopeya de Tolkien, El señor de los anillos, ha poblado de imágenes sus sueños. Y de entre todas ellas, especialmente una: la lucha sin cuartel entre las fuerzas de la luz y las de las tinieblas.
Un mito así tiene la propiedad de pervivir gracias a su fuerza telúrica cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, cuando a los humanos les aterraba la oscuridad. Y no solo por los peligros mortales que la poblaban, sino porque se sentían inermes, desvalidos, paralizados, sin respuesta ante los acontecimientos. A ello se debe que suspiraran por la aurora y anhelaran la llegada de la luz para ser dueños de sus actos.
Esta imagen de la luz que brilla sobre la realidad alcanza su culmen en la imagen del nacimiento de un niño ‒y de todo niño‒, que trae consigo la promesa de que se cumplirá lo inesperado, lo nuevo, lo milagroso, lo bueno. Por ello nuestras ciudades, cuando llegan las fiestas navideñas, se llenan de luces, y en los hogares se decoran árboles y nacimientos con las sencillas bombillitas que evocan en quienes las ven las más dulces esperanzas.
Feliz Natividad de Jesús, el Señor.
[Imagen que decora la portada de Tenéis que nacer de lo alto, de Matta el Meskin. Debajo, fotografía de Joseph Blenkinsopp, autor del comentario en tres volúmenes de El libro de Isaías.]
El evangelista san Mateo recoge uno de los dichos sapienciales más famosos del protagonista de su libro: «Todo experto en la ley de Dios que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su arcón lo viejo y lo nuevo» (Mt 13, 52).
Esta sentencia ofrece una de las claves de lectura de este evangelio, que los cristianos irán leyendo en sus celebraciones litúrgicas dominicales durante los próximos doce meses.
No cabe duda de que Jesús de Nazaret es un hombre profundamente sabio, un maestro capaz de enseñar con honestidad, sin dejarse guiar por intereses espurios. En este sentido, el dicho que hemos citado ejemplifica una manera de transmitir conocimientos para adquirir una vida buena; además de no desdeñar nada valioso de lo antiguo, tampoco desprecia nada nuevo que de verdad sea provechoso.
Se trata, en definitiva, de superar todo tipo de prejuicio. De hecho, ninguna doctrina ni modo de vida, ningún sistema de gobierno ni de creencia es válido por la persona que lo formule y promueva, sino por resultar coherente con el conjunto de la realidad y haber sido probado y contrastado en distintas épocas y circunstancias. Ni lo antiguo por ser antiguo es más verdadero, ni tampoco lo nuevo por ser moderno. Quizás por ello sea necesario esperar a que concluya la vida de los fundadores para comprobar si lo que propusieron es válido o, por el contrario, un espejismo fatal para quienes lo siguieron de buena fe.
A este respecto, resulta sorprendente lo que comparten esta sentencia de hace dos mil años con el «sapere aude!», «¡atrévete a pensar!», del poeta romano Horacio, recomendado por los ilustrados, con Kant a la cabeza. Ambas fórmulas sapienciales comparten su defensa de la libertad de conciencia, sin olvidarse de alcanzar la verdadera sabiduría.
No en vano, lograr la auténtica sabiduría es el fin más valioso al que puede aspirar toda persona que viene a este mundo.
[Fotografía de Ulrich Luz, autor de los cuatro volúmenes del comentario a El evangelio según san Mateo. Debajo, imagen de Immanuel Kant, padre de la Ilustración, del que Ediciones Sígueme ha publicado: Crítica de la razón práctica, Reflexiones sobre filosofía moral, Metafísica - Dohna y Lecciones de filosofía moral: Mrongovius II.]
Un descubrimiento cambia la vida de los personajes. El mismo que alteró la existencia del autor cuando una tuberculosis lo introdujo, de manera inesperada, en la experiencia religiosa.
Suele ser más frecuente de lo que muchos quieren reconocer que la verdad de cuanto sucede surge allí donde no se la espera ni cuando se la espera. Los seres humanos se hacen la extraña ilusión de que sus fuerzas, capacidades, proyectos y estrategias van a decidir su destino. Sin embargo, lo inesperado termina cambiando el rumbo de la existencia, casi siempre para mejor.
Una tormenta de nieve en plena noche, tres monjes budistas en busca de refugio y una hospitalidad a regañadientes determina la vocación del niño que contempla con ojos virginales y escucha con oídos inmaculados posibilidades de vida jamás imaginadas. Y una vez sembrado en su corazón el germen vocacional, no solo cambiará su vida, sino también la de sus allegados y la de quienes se acerquen al libro que años más tarde escribirá sobre la enseñanza de su maestro.
El desarrollo de esta desconcertante trama vocacional secunda el ritmo estilizado de los personajes que ingresan en el escenario. La estética zen evoca, con siglos de distancia, el desierto habitado por extraños eremitas que se dedicaban a la repetición insistente de mantras en su corazón. Día y noche. Una frase dirigida a lo alto, cura de todas las infelicidades que pueblan una existencia humana cualquiera y dejan entrever el sentido pleno. Un nombre santo, repetido cuando ya no se tiene esperanza de poder alcanzar el perdón por las perversiones cometidas a lo largo de la vida, descubre al menos la posibilidad inesperada de no abandonarse al mal y de acoger como un don la senda del bien y la salud eterna.
[Imagen que ilustra la cubierta de la obra teatral El monje y sus discípulos, de Hyakuzo Kurata. Se trata de un dibujo en papel del pintor japonés del siglo XVI Kenko Shokei. Debajo, peces que decoran la cubierta del libro La filocalia, compendio de textos sobre la oración según la sabiduría de los padres del desierto.]
Sigue siendo un misterio el emplazamiento de la Atlántida, y eso que no han sido pocos los buscadores que han tratado de dar con ella. Sea como fuere, muchos consideran que se trata de una fantasía o, en el mejor de los casos, de un mito que recuerda la inclemente desaparición de civilizaciones que se imaginaron indestructibles y resistentes al paso del tiempo.
En la época actual, otro continente oculto y tan misterioso como la Atlántida es la Espiritualidad. Nadie duda de que su lugar ‒si en verdad existe tal dimensión y no se reduce a la cambiante actividad fisiológica del cerebro‒ se encuentra en el interior de cada persona.
Lo cierto es que a lo largo de la historia muchos se han aventurado en su propia interioridad y han propuesto definiciones y medios para que otros pudieran orientarse y avanzar con éxito por el propio territorio espiritual. Entre los numerosos maestros, muy pocos han recibido de sus discípulos tan alto título. De entre ellos, John Main y Franz Jalics siguen inspirando a muchos el deseo de encontrarse con la Divinidad a través de la meditación. Pero no con un dios etéreo, sino con el Dios de Jesucristo, siguiendo la estela de los Padres del desierto y su oración del corazón, o con el reconocimiento de la presencia de este Dios personal en la vida cotidiana.
Cuando se alcanza este continente, invisible siempre a la mirada distraída, y se avanza en dirección a su centro, se adquiere el convencimiento de que ya no es posible habitar en otro lugar ni practicar una forma distinta de vida.
[Fotografía de Franz Jalics, autor del libro Manual de oración. Nueve propuestas para el entrenamiento espiritual, que acaba de ver la luz. Debajo, imagen que decora la cubierta del libro de John Main, Una palabra hecha camino. Meditación y silencio interior.]
La pregunta por la propia identidad aparece con fuerza en los periodos convulsos de la historia. Da igual si se plantea a nivel de un país, una institución, un estado de vida, una profesión o un individuo. Se cuestiona la razón de ser cuando las convicciones que parecían inmutables se tambalean.
Además, en las sociedades abiertas la globalización ha impuesto relaciones de interdependencia a todos los niveles, que a menudo aprovechan las modas y sus productos asociados para hacer atractivo, ante los ojos sorprendidos de los espectadores, lo exótico, lo raro y lo diferente.
En un mundo que se mueve de forma vertiginosa hacia adelante, todo se vuelve más complejo a la hora de tomar decisiones importantes en la vida. Se tiene la impresión de que antes todo era más fácil porque el valor que se concedía a las tradiciones aportaba seguridad y estabilidad. Hoy, asumir una responsabilidad que puede determinar la existencia de un individuo o de una sociedad produce una desazón interior que pone en cuestión la identidad personal, institucional o social. Más aún, surgen las dudas y se desconfía de las razones que previamente se consideraban incuestionables.
Un ingenuo ‒y hasta convencido‒ adanismo social parece querer hacer nuevas todas las cosas, sin examinar a fondo el valor de lo propuesto y las consecuencias de lo decidido. Resulta frecuente imponer deseos y sentimientos, o lo que es peor, simples ideologías, que devuelven a los grupos y a los individuos a estadios tribales donde rige el principio de autoridad; o bien lo determina todo la moda de turno o el gusto individual más desencarnado.
Conviene recordar, no obstante, que a lo largo de la historia estos modos de proceder nunca han sido la solución para que una sociedad se renueve y avance. Ni tampoco la homogeneización en las decisiones personales, que hace normativas unas pocas vocaciones y descalifica interesadamente otras, ha generado esperanza cierta o sentido duradero a los individuos.
[Detalle de la imagen que decora la portada del libro de Lorenzo Perrone, La necesidad del consejo, que acaba de ver la luz, y fotografía del autor. Debajo, imagen de cubierta de La vocación en la Biblia, obra de Carlo Maria Martini.]
Pocas cosas les llaman tanto la atención a los seres humanos como las coincidencias. Tal vez por la inquietud que les causan, no dejan de buscar razones que de alguna forma las expliquen.
Llama poderosamente la atención, pues, que en los grandes centros del judaísmo jasídico del Impero austrohúngaro y las llanuras de Ucrania a mediados del siglo XVIII y primer tercio del XIX, el nazismo estableciera, pasado el tiempo, muchos de sus campos de concentración. Y casi cien años más tarde, en esas mismas tierras, se cierna nuevamente sobre la población la sombra del terror causado por las bombas rusas.
Aún más extraño resulta que aquellas comunidades jasídicas escucharan con creciente perplejidad de boca de sus maestros que una enorme catástrofe estaba a punto de suceder, y que ante ella ‒insistían de forma reiterada‒ era imprescindible alimentar y mantener la más profunda de las alegrías, ya que bajo ningún concepto ‒aseguraban una y otra vez‒ podían anegarse sus fieles en la gris y mortal melancolía que corroe la vida.
Los maestros jasídicos se llegaron a confabular para impedir la catástrofe moviendo la voluntad de Dios con ritos secretos infalibles, aunque cuentan las leyendas que no se terminaron de poner de acuerdo. En todo caso, tenían claro que ningún miembro del pueblo elegido puede aceptar sin más el funesto sinsentido de la desesperanza, porque eso es conceder victorias póstumas a las fuerzas que desde el principio del mundo trabajan para reducir al género humano a la completa irrelevancia.
Los maestros jasídicos comprendieron esto de manera profética, sin ser ellos mismos conscientes del profundo legado repleto de esperanza que ofrecieron a todo hombre que viene a este mundo.
En esto, jamás es posible rendirse sin luchar. Porque al menos están a nuestra disposición las armas del asombro y la fe, la belleza y el humor, la bondad y el perdón.
[«Menorá» medieval que decora la portada del libro de Elie Wiesel, Contra la melancolía, que acaba de ver la luz y forma un díptico con Celebración jasídica. En la parte inferior, icono de la resurrección de Lázaro, imagen impresa en la portada del libro de Alexander Schmemann, ¿Dónde está, muerte, tu victoria?]
Los seres humanos tienen la increíble capacidad de justificar cualquier cosa; casi siempre por temor a que las convicciones en las que basan su vida puedan venirse abajo cuando las ponen en cuestión noticias o testimonios negativos que traspasan las barreras de lo privado para hacerse escuchar.
Si en las sociedades abiertas no todo está permitido, menos aún en la Iglesia puede justificarse cualquier comportamiento a la luz del Evangelio. Es cierto que el mensaje de Jesús ha sido instrumentalizado a lo largo de los siglos, pero también lo es que desde el principio ha sido acogido por hombres y mujeres en toda su radicalidad. Escuchada esta Palabra con oídos limpios, ilumina la conciencia individual, verdadero santuario del encuentro con Dios.
Para el cristianismo, la defensa de la inviolabilidad de la conciencia personal constituye el último muro de contención que ha de ser salvaguardado a toda costa. Los cristianos son urgidos a posicionarse frente a cualquier moda social que promueva y justifique las bondades de exponerse públicamente bajo el mantra no escrito ‒especialmente entre los adolescentes y jóvenes‒: «Tanto vales cuanto más te das a conocer».
Frente a esta sobreexposición en imágenes, fotos, mensajes, asentimientos e intimidades personales, se impone aplicar el pudor, porque es la única arma natural que defiende ‒especialmente a los más débiles‒ de la desestructuración. Al ser el pudor un elemento constitutivo de la naturaleza humana (que poco tiene que ver de entrada con la moralidad rigorista), es lo que protege al sujeto de todo tipo de abuso, violación y depreciación, incluso por parte de aquellos que pudieran ser consentidos por él mismo.
Únicamente con relaciones sanas que no producen víctimas y con guías íntegros y confiables pueden tener salvación la sociedad, la política, las familias, la educación, las comunidades de fe, los medios de comunicación y, en definitiva, la especie humana. Todo lo demás es pura ideología que suele justificar intereses tristemente inconfesables.
[Imagen que decora el libro de Monique Selz El pudor. Un espacio de libertad. Debajo, detalle de la cubierta de la obra de Philippe Julien Psicoanálisis y religión, y fotografía de Philippe Lefebvre, autor de Cómo matar a Jesús, recientemente publicado.]
Pocas cosas hay más importantes que la luz para el ser humano, y pocas han cambiado tanto su forma de vida como la electrificación masiva durante el siglo XX. En la actualidad, la noche y sus terrores apenas se tienen en cuenta; sin embargo, marcaron el imaginario social durante miles de años.
Hoy basta un simple gesto para que la luz se haga. Pero esta facilidad nos enfrenta a una paradoja no del todo positiva, ya que la luz ha perdido en buena medida su magia, y con ella la capacidad metafórica de evocar un bien imprescindible que se encuentra más allá del poder de los humanos.
En el pasado, la presencia de la luz simbolizó el destierro del oscurantismo. La luz era sinónimo de la verdad que se abre paso entre las sombras del error; era el foco luminoso que bañaba a todo viviente sin distinción; no en vano, las pirámides de los persas, los egipcios y los aztecas siguen siendo testigos silenciosos de un tiempo en el que el sol nivelaba la diversidad de los seres que pueblan la tierra, aunque sin ocultar sus jerarquías.
También en el ámbito de la espiritualidad, los grandes movimientos místicos han perseguido con sus diferentes métodos alcanzar la iluminación que unifica al individuo por dentro.
Y puesto que el sol y la luz interior proporcionan sentido al mundo más exterior de las relaciones y también al más íntimo de la persona, resulta revolucionario que alguien concreto se arrogue para sí algo que comparten por naturaleza todos los seres humanos. Ese hombre, o al menos eso creen sus seguidores, afirma ser la luz del mundo. No dice que conozca el lugar donde nace la luz o que sepa conjurarla o que la pueda transmitir a quien le sigue; afirma extemporáneamente que él es la LUZ con mayúsculas, y que quien le sigue jamás caminará en tinieblas.
Cuando el verano hiere los ojos con su exceso de claridad y la noche se atenúa a causa de las mil y una luminarias que la pueblan, suenan extrañas y hasta grotescas estas palabras de un semejante. No obstante, da que pensar que en medio de tanta inflación de luz existan tantas personas que se atrevan a reconocer en su vida una ceguera completa, absoluta, cuya negrura les imposibilita orientarse en la dirección de la luz.
[Imágenes de las portadas de tres ensayos para leer en verano: Palabras de Cristo, del filósofo Michel Henry; Cuatro actos de presencia, de la escritora Sylvie Germain; y La historia olvidada del cristianismo, del historiador Philip Jenkins.]