En mitad de la primavera, avenidas y jardines se pueblan por unos días de casetas llenas de libros. Desde hace varias décadas, esta imagen tan singular se ha normalizado, hasta el punto de que resulta familiar el ver a paseantes y curiosos asomarse al interior para hojear los volúmenes.
No cabe duda de que esta aparición de los libros en medio del espacio público les otorga una visibilidad positiva: recuerda a todos, sin excepción, su valor e importancia para el buen desarrollo de la convivencia, el progreso de la sociedad y la humanización de los individuos concretos, puesto que la acción de leer rompe el techo de cristal autoimpuesto e invita a salir de la vulgaridad que impone la rutina cotidiana.
Con todo, en las ferias no es oro todo lo que reluce. El protagonismo de lo comercial por encima de lo cultural lleva transformando desde hace tiempo el papel que desempeña el libro en los distintos segmentos de la población. No en vano, resulta fácil constatar una progresiva homogeneización de los gustos, puesto que se venden casi siempre los mismos o parecidos autores, las temáticas que están de moda y los títulos de turno.
Al final, la gran damnificada termina siendo la diversidad. Y es que, si la mayor parte de las casetas ofrecen los mismos libros, resulta indiferente que participen más o menos librerías y editoriales. Más aún, esta uniformización de los gustos embota la curiosidad lectora, ya que lo no conocido genera desconfianza y el visitante prefiere refugiarse en las obras que le suenan gracias a la publicitación programada que se ha hecho en los medios de comunicación de masas, precisamente pensando en las ferias.
Sin negar ninguna de sus ventajas, desde hace tiempo las ferias llevan apostando más por el entretenimiento que por el saber, hasta el punto de que los agentes culturales y comerciales promueven un tipo de lectura ligera, popular, descomprometida, que divierte y evade.
Pero convendría preguntarse si esta tendencia tiene futuro, ya que, si al libro se lo ve como otro medio más de entretenimiento, tiene todas las de perder. Jamás podrá este invento maravilloso de hojas cosidas desligarse de su ADN y de su historia: ser espacio para el diálogo crítico y herramienta para tener criterio propio.
También en primavera es preciso recordar una de las invitaciones favoritas de los ilustrados: «Atrévete a pensar». Feliz lectura y feliz feria del libro en el madrileño Parque del Retiro.
[Imágenes de la Caseta 199 de Ediciones Sígueme. En ella estarán los libros de la editorial desde el viernes 26 de mayo hasta el domingo 11 de junio.]
Desde hace dos mil años, los cristianos han confesado la resurrección de aquel galileo ajusticiado en una cruz bajo el gobierno de Poncio Pilato, prefecto de la provincia romana de Judea.
Jamás se les ocurrió defender que este prodigio pudiera explicarse sin la portentosa y oculta intervención Dios en aquella tumba excavada en un huerto cercano a Jerusalén.
Incluso se han empecinado en mantener desde entonces el mismo discurso frente a todo tipo de propuestas que en principio parecerían más serias, bien por seguir la tradición, bien por ajustarse a la lógica imperante en cada época. De hecho, siempre se han separado de cualquier forma de reencarnación, de toda fusión panteísta, de al menos defender tras la muerte la inmortalidad del alma; y en el otro extremo, han insistido en rechazar la desaparición definitiva porque algunos consideren como lo más razonable que después de la muerte no hay nada.
Ahora bien, al confesar la resurrección de Jesús y su señorío sobre la muerte están afirmando que aquel hombre que recorrió el país de los judíos «haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo» ha resucitado en la carne y no de otro modo. Más aún, en un individuo singular llamado Jesús, lo concreto descubre la potencialidad de volverse universal.
Para proclamar semejante ocurrencia sin ruborizar a la razón o escandalizar a quienes en su sencillez carecen de especiales prejuicios, se necesita haber dado crédito a quienes desde el primer momento afirmaron la resurrección de Cristo jugándose incluso la vida. Sin embargo, tal vez lo más sorprendente sea que aquellos testigos no reclamaron una fe ciega, sino que invitan a cada creyente a razonar su fe y someterla a la prueba de la coherencia con la verdad, sin miedo a considerar el contraste con otras creencias ‒sean estas del pasado, del presente o del futuro‒, para optar por la que responda mejor a la naturaleza del hombre.
O una vida nueva, pero la misma vivida en la carne, o la nada, sean cuales sean los ropajes con los que se la revista, aceptando que muchos de ellos disfrutan del atractivo de la ciencia del momento desde la Modernidad. No existe ninguna otra alternativa a la hora de elegir.
[Imagen que decora la cubierta de Motivos para creer, de Rowan Williams. Debajo, fotografía de Emmanuel Falque, autor de Metamorfosis de la finitud. Ensayo filosófico sobre el nacimiento y la resurrección, obras publicadas en Ediciones Sígueme.]
Para los cristianos, ya en esta vida, sólo hay una forma de experimentar la resurrección. Y tiene lugar, de forma ritual, cuando celebran la eucaristía. Para los que no creen, nada existe tras la muerte y, en consecuencia, tampoco en esta vida.
Resulta llamativo constatar los desmesurados esfuerzos que han realizado los seres humanos a lo largo de la historia ‒y especialmente en las últimas décadas, cuando la técnica ha impuesto en las sociedades más desarrolladas su catálogo de mil y una posibilidades futuras de inmortalidad‒ para vencer a la muerte sin reparar en medios, dinero y proyectos. Por otra parte, llega a producir casi ternura comprobar la credulidad de las masas ante los anuncios constantes de descubrimientos que van a proporcionar la solución definitiva al dolor, la enfermedad crónica y la aniquilación del individuo concreto. Aunque también es cierto que serán los ricos y los poderosos quienes van a disfrutar en primer lugar del privilegio de sobrevivir, mientras que el resto deberá esperar. Y de lo que no cabe ninguna duda es de que, en algún momento, algunos van a ser inmortales para que el común de los mortales también lleguen a serlo si aún no han desaparecido. En todo caso, siempre se les puede ofrecer la eutanasia como solución compasiva a sus males, que además es económicamente beneficiosa para la mayoría de la sociedad.
Pues bien, en este contexto no tan extraño, los cristianos ‒a quienes se suele tratar de ingenuos y hasta de ridículos– confiesan una y otra vez que es posible experimentar ya aquí la eternidad. E insisten en que esta eternidad no es difusa, ni requiere fusionarse con la naturaleza, ni se basa en alcanzar estados alterados de la conciencia, ni habitar en realidades paralelas, ni abandonarse al yo interior que reúne las energías para no disociarse… Los cristianos, en sus propuestas, son infinitamente más realistas. Consideran que la vida de su fundador, sus gestos y palabras ritualmente rememorados en medio del grupo de sus seguidores, «pueden ser vividos en la liturgia como resurrección anticipada de la carne» (Lacoste). De la carne, es decir, del ser humano completo, cuerpo, afectos y espíritu, donde necesariamente han de ser integrados el saber y el conocer, el sentir y el compadecerse, el gustar de lo bello que invita a mirar siempre más allá y mejor, y el experimentar que jamás este mamífero peculiar y fantasioso que es el hombre podrá salvarse solo, sino siempre con los demás. La verdadera experiencia litúrgica desborda, en definitiva, la clausura del ser en un mundo sin futuro ni esperanza.
[Detalle de la cubierta del testamento espiritual de Olivier Clément, La alegría de la resurrección. Debajo, icono que decora el libro de Alexander Schmemann, ¿Dónde está, muerte, tu victoria? Por último, dos títulos significativos de la fenomenología que se toman en serio la idea de la resurrección: Jean Yves Lacoste, La fenomenicidad de Dios; Michel Henry, Encarnación.]
Ha tenido que ser la teología de tradición benedictina la que ha vuelto a recordarnos la seriedad y la importancia del amor en un mundo teñido de romanticismo ingenuo.
Cientos y cientos de canciones populares hablan de los mil y un sentimientos que provoca el amor; millares de películas y series giran a su alrededor, porque es el combustible que las mueve y alimenta; millones de libros siguen su lógica ‒o la del desamor‒ cuando los protagonistas se reflejan en el peculiar espejo del corazón…
Podría asegurarse que en el imaginario occidental el amor verdadero se ha convertido en la fuente indiscutible de la felicidad. Y esto desde, al menos, los tiempos del amor galante, que trastocó a la juventud burguesa de las primeras ciudades dedicadas al comercio en la Italia del siglo XIII. Llegó a tal punto la transmutación de los valores que el resto de las facultades apreciadas por los seres humanos se le sometieron sin excepción; incluso la libertad, la justicia y hasta la verdad.
Por paradójico que pueda parecer, esta situación remite, entre otras cosas, a la reflexión de los pensadores benedictinos de los siglos inmediatamente anteriores. De hecho, entre el conocer que procede de la inteligencia y el amor que brota de la voluntad, la precedencia le corresponde al amor. O dicho de forma clásica: sólo el amor es creíble.
Cuando se sabe esto, no resulta tan extraño que alguno de los mejores fenomenólogos franceses vuelva a poner por delante del conocimiento riguroso y crítico la insuperable valía del amor: mientras que el conocimiento se ve afectado por las coordenadas espaciotemporales que determinan este mundo y no logrará ser perfecto hasta que no alcance la visión plena en la eternidad, el amor mantiene su esencia por mucho que varíen las condiciones que lo rodean.
Así, porque el amor siempre es el mismo, tiene el honor de compartir con la muerte la irreversibilidad. Y es de ahí de donde nace la grandeza del más insignificante acto de amor que alguien realiza en esta tierra imperfecta, aunque tan querida al mismo tiempo.
[Detalle que decora el libro del fenomenólogo francés Jean-Louis Chrétien, La mirada del amor. Debajo, imagen de dos libros de la mejor tradición benedictina recientemente publicados en Ediciones Sígueme: Naturaleza y dignidad del amor, de Guillermo de Saint-Thierry, y Beniamin minor, de Ricardo de San Víctor.]
Nadie puede perdonarse a sí mismo. También en esto el ser humano es social: necesita de los otros para reparar lo que de suyo ya es irreparable. En esta experiencia encuentran los rituales una de sus raíces.
Cuando determinadas acciones negativas prolongan sus efectos en el tiempo y sumergen al causante en un círculo vicioso del que no puede salir, ninguna otra salida mejor que participar en una acción simbólica y comunitaria para intentar expiar el delito. La celebración no invita solo a reconocer y asumir las consecuencias destructivas que los actos han provocado.
No basta con arrepentirse de lo hecho y prometer solemnemente ‒con seriedad y realismo‒ no volver a hacer algo semejante. La solución tampoco pasa por sumar a partir de ese instante buenas obras que devuelvan el equilibrio frente al mal producido. Incluso, y aunque esto resulte desconcertante, ni siquiera el perdón de la víctima hace desaparecer la culpabilidad del victimario; menos todavía que los tribunales no intervengan condenando al presunto infractor.
Como Caín tras matar a su hermano Abel, las personas acumulamos en nuestro cuerpo cicatrices que nos desfiguran, estigmas que nos recuerdan que nada de este mundo puede borrar aquello que se ha hecho y sus efectos indeseables.
Pero ¿y si estos signos funcionaran como recordatorio de que necesitamos la protección de lo Alto para no morir por la propia mano o la de los otros? ¿Y si tan solo hubiera una salida: ser dados a luz de nuevo por Aquel que tiene el poder de crear todas las cosas sin mancha ni arruga, Aquel que es el único con capacidad de perdonar? Porque sin ese perdón indisponible, externo a nosotros y a la vez más interior que nosotros mismos, somos despojados de la dignidad imprescindible para seguir viviendo.
El perdón venido del Otro regala una oportunidad nueva para volver a comenzar. Y aunque no por ello logremos borrar el pasado, al menos se desactivará su capacidad de aplastarnos y, si se mira bien, eso se convertirá en la energía que necesitamos para intentar no obrar el mal y apostar por el bien.
El malvado jamás deja de envejecer, como la bruja de los cuentos. Solo quien ha experimentado el perdón descubre, ante el espejo de los otros, su rostro primigenio.
[Imagen que decora la portada del libro de Peter Bouteneff, Cómo ser un buen pecador, recientemente publicado. Debajo, fotografía de Jennifer Benson, autora de El poder del perdón. Finalmente, detalle de la cubierta Desintoxica tu vida espiritual en cuarenta días, de Peter Graystone.]
En las primeras décadas del nuevo milenio se asiste a un florecimiento de la espiritualidad, algo que para muchos intelectuales y pensadores de la segunda mitad del siglo XX resultaba improbable. Baste señalar a este respecto la famosa teoría de la secularización que, allá por los años sesenta del siglo pasado, adquirió prácticamente la categoría de un dogma que rezaría así: el avance de la secularización en la sociedad lleva consigo la reducción de la fe religiosa.
Pues bien, contra la supuesta lógica de las ciencias sociales, los muy secularizados occidentales no han dejado de reservar en su vida espacio y tiempo para dedicarlos a actividades religiosas en los ámbitos público y privado. Un buen ejemplo de esto es el éxito de la meditación.
Es cierto que no pocos ven en esta práctica un simple medio para sentirse mejor o para rendir más en su actividad profesional, sea esta deportiva, empresarial o política. Pero no es menos cierto que este retorno a la interioridad se manifiesta como aprecio a lo gratuito y a lo que está más allá de uno mismo y se puede programar. Este hecho pone de manifiesto la existencia de una rendija por la que se hace presente la trascendencia en esta sociedad técnica, eficiente y digitalizada que trata de explicarlo todo.
Si se observa con atención, nadie puede negar en la gran mayoría un sutil anhelo de hondura y autenticidad que lucha por recuperar algo de esa ingenuidad de la infancia ‒cuando el niño se abre con asombro a la realidad ‒, con la ilusión de retornar a un tiempo primigenio donde sea posible conectar con uno mismo y renacer cada mañana limpio, sin condicionamientos que determinen las propias decisiones y los sentimientos hasta el punto de traicionarlos.
En todo caso, ¿puede la meditación resolver los problemas y las insatisfacciones que produce el desgaste de la vida, los roces de la convivencia y las circunstancias imprevistas que la alteran? ¿O acaso se necesita una mínima apertura a lo numinoso para ensanchar la existencia e impedir enclaustrarse en sí mismo?
Al final, pocas cosas terminan siendo evidentes: que solo lo real es verdadero, y que nada auténtico existe al margen de los otros (y del Otro).
[Imagen que decora la portada de Los numerosos altares de la modernidad, obra de Peter Berger, eminente sociólogo de la religión. Debajo, fotografía de Franz Jalics y portada de Manual de oración, libro recientemente publicado.]
Tal vez una de las frases más revolucionarias de la historia sea la que pronunció hace dos milenios el Profeta de Galilea: «Yo soy la verdad».
Tan sorprendente afirmación –cuestionada por el representante del Imperio y del divino emperador en aquellas tierras, Poncio Pilato: «¿Y qué es la verdad?»– ha sido la que ha alimentado la vida del teólogo, del pastor y del obispo de Roma, Joseph Ratzinger, tras ser elegido Papa como Benedicto XVI en 2005, y fallecido el pasado 31 de diciembre.
Durante todo su ministerio, Ratzinger ha buscado la verdad sin desfallecer. Y ha tratado de hacerlo con profunda humildad, intentando siempre no faltar a la caridad a las personas concretas.
Esta búsqueda de la verdad se percibe de una forma especial en sus investigaciones teológicas, que le han llevado a tomar dos decisiones como Papa que marcan su legado. La primera de ellas es, sin duda, su esfuerzo ecuménico para avanzar lo más posible en la unidad con las iglesias de la tradición Ortodoxa. Con este fin ha profundizado en la figura del Papa como Obispo de Roma, que en cuanto obispo no busca diferenciarse en nada de los demás obispos de la Cristiandad. Subrayar esta verdad –y creérsela– ha puesto las bases para una adecuada reflexión teológica y ecuménica con los grandes Patriarcados de Oriente. En este sentido, Ratzinger ha impulsado el diálogo desde la verdad compartida con el fin de alcanzar un día la comunión plena.
La segunda decisión, que hay que situar un escalón por debajo de la anterior, ha sido la preparación minuciosa y la ejecución de su renuncia como Papa. No bastaba con renunciar, sino que era necesario hacerlo bien, es decir, explicar teológicamente las consecuencias y sobre todo poner las bases canónicas para que algo, en principio, negativo pudiera vivirse como un momento de gracia para la Iglesia; dicho con otras palabras, que aportara esperanza, expresara un amor desinteresado y testimoniara la fe en el único Dueño y Señor de los destinos de la comunidad que reúne a los seguidores de Jesús: Dios.
En una sociedad cada día más individualista, que busca la fama de cada individuo por encima de los demás, Ratzinger se ha convertido en testimonio de que se puede vivir, y morir, de otro modo más humano, fraterno y discreto. In memoriam.
[Fotografía de Joseph Ratzinger, autor de Introducción al cristianismo, su obra emblemática de 1969, cuando era profesor en Tubinga. Contaba por aquel entonces 42 años. Debajo, sus libros actualmente en nuestro Catálogo.]
Cada generación tiene sus mitos. Representan el paisaje donde vivirán en la imaginación a lo largo de su vida. En buena medida, constituyen el marco donde situar sus referencias fundamentales que les sirven para orientarse.
Es cierto que los mitos tienen mucho de fantasía, porque la imaginación vuela libre; pero también revelan valores y creencias básicos, que se asumen sin necesidad de justificarlos, en el ámbito de la lógica, la moral e incluso la estética.
Para un buen número de personas que han vivido en Occidente durante los últimos setenta años, la epopeya de Tolkien, El señor de los anillos, ha poblado de imágenes sus sueños. Y de entre todas ellas, especialmente una: la lucha sin cuartel entre las fuerzas de la luz y las de las tinieblas.
Un mito así tiene la propiedad de pervivir gracias a su fuerza telúrica cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, cuando a los humanos les aterraba la oscuridad. Y no solo por los peligros mortales que la poblaban, sino porque se sentían inermes, desvalidos, paralizados, sin respuesta ante los acontecimientos. A ello se debe que suspiraran por la aurora y anhelaran la llegada de la luz para ser dueños de sus actos.
Esta imagen de la luz que brilla sobre la realidad alcanza su culmen en la imagen del nacimiento de un niño ‒y de todo niño‒, que trae consigo la promesa de que se cumplirá lo inesperado, lo nuevo, lo milagroso, lo bueno. Por ello nuestras ciudades, cuando llegan las fiestas navideñas, se llenan de luces, y en los hogares se decoran árboles y nacimientos con las sencillas bombillitas que evocan en quienes las ven las más dulces esperanzas.
Feliz Natividad de Jesús, el Señor.
[Imagen que decora la portada de Tenéis que nacer de lo alto, de Matta el Meskin. Debajo, fotografía de Joseph Blenkinsopp, autor del comentario en tres volúmenes de El libro de Isaías.]
El evangelista san Mateo recoge uno de los dichos sapienciales más famosos del protagonista de su libro: «Todo experto en la ley de Dios que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su arcón lo viejo y lo nuevo» (Mt 13, 52).
Esta sentencia ofrece una de las claves de lectura de este evangelio, que los cristianos irán leyendo en sus celebraciones litúrgicas dominicales durante los próximos doce meses.
No cabe duda de que Jesús de Nazaret es un hombre profundamente sabio, un maestro capaz de enseñar con honestidad, sin dejarse guiar por intereses espurios. En este sentido, el dicho que hemos citado ejemplifica una manera de transmitir conocimientos para adquirir una vida buena; además de no desdeñar nada valioso de lo antiguo, tampoco desprecia nada nuevo que de verdad sea provechoso.
Se trata, en definitiva, de superar todo tipo de prejuicio. De hecho, ninguna doctrina ni modo de vida, ningún sistema de gobierno ni de creencia es válido por la persona que lo formule y promueva, sino por resultar coherente con el conjunto de la realidad y haber sido probado y contrastado en distintas épocas y circunstancias. Ni lo antiguo por ser antiguo es más verdadero, ni tampoco lo nuevo por ser moderno. Quizás por ello sea necesario esperar a que concluya la vida de los fundadores para comprobar si lo que propusieron es válido o, por el contrario, un espejismo fatal para quienes lo siguieron de buena fe.
A este respecto, resulta sorprendente lo que comparten esta sentencia de hace dos mil años con el «sapere aude!», «¡atrévete a pensar!», del poeta romano Horacio, recomendado por los ilustrados, con Kant a la cabeza. Ambas fórmulas sapienciales comparten su defensa de la libertad de conciencia, sin olvidarse de alcanzar la verdadera sabiduría.
No en vano, lograr la auténtica sabiduría es el fin más valioso al que puede aspirar toda persona que viene a este mundo.
[Fotografía de Ulrich Luz, autor de los cuatro volúmenes del comentario a El evangelio según san Mateo. Debajo, imagen de Immanuel Kant, padre de la Ilustración, del que Ediciones Sígueme ha publicado: Crítica de la razón práctica, Reflexiones sobre filosofía moral, Metafísica - Dohna y Lecciones de filosofía moral: Mrongovius II.]
Un descubrimiento cambia la vida de los personajes. El mismo que alteró la existencia del autor cuando una tuberculosis lo introdujo, de manera inesperada, en la experiencia religiosa.
Suele ser más frecuente de lo que muchos quieren reconocer que la verdad de cuanto sucede surge allí donde no se la espera ni cuando se la espera. Los seres humanos se hacen la extraña ilusión de que sus fuerzas, capacidades, proyectos y estrategias van a decidir su destino. Sin embargo, lo inesperado termina cambiando el rumbo de la existencia, casi siempre para mejor.
Una tormenta de nieve en plena noche, tres monjes budistas en busca de refugio y una hospitalidad a regañadientes determina la vocación del niño que contempla con ojos virginales y escucha con oídos inmaculados posibilidades de vida jamás imaginadas. Y una vez sembrado en su corazón el germen vocacional, no solo cambiará su vida, sino también la de sus allegados y la de quienes se acerquen al libro que años más tarde escribirá sobre la enseñanza de su maestro.
El desarrollo de esta desconcertante trama vocacional secunda el ritmo estilizado de los personajes que ingresan en el escenario. La estética zen evoca, con siglos de distancia, el desierto habitado por extraños eremitas que se dedicaban a la repetición insistente de mantras en su corazón. Día y noche. Una frase dirigida a lo alto, cura de todas las infelicidades que pueblan una existencia humana cualquiera y dejan entrever el sentido pleno. Un nombre santo, repetido cuando ya no se tiene esperanza de poder alcanzar el perdón por las perversiones cometidas a lo largo de la vida, descubre al menos la posibilidad inesperada de no abandonarse al mal y de acoger como un don la senda del bien y la salud eterna.
[Imagen que ilustra la cubierta de la obra teatral El monje y sus discípulos, de Hyakuzo Kurata. Se trata de un dibujo en papel del pintor japonés del siglo XVI Kenko Shokei. Debajo, peces que decoran la cubierta del libro La filocalia, compendio de textos sobre la oración según la sabiduría de los padres del desierto.]