El tiempo de vacaciones es ideal para romper el ritmo monótono de los días, con sus prisas y la multitud de solicitaciones propias del estilo de vida moderno. Entre estas últimas, los dispositivos electrónicos de uso personal suelen impedir que el ocio sea de verdad reparador, ya que nunca se deja de estar conectado.
Algo tan sencillo como leer sin prisas un buen libro puede convertirse en el mejor de los antídotos para reencontrarse con uno mismo y permitir que la imaginación se demore por los meandros que descansan el alma.
Entre los libros más adecuados para alcanzar este propósito, nada mejor que los de aventuras. Porque ¿quién no recuerda las jornadas que pasó en su adolescencia leyendo la misteriosa isla de Stevenson donde se esconden fabulosos tesoros? ¿O las intrigas relatadas por el Sinuhé del finlandés Waltari en el antiguo Egipto? ¿O los bajos fondos de Los Ángeles acompañando al detective Marlowe? ¿O transitar el río Mississippi en la desvencijada barca de Huckleberry Finn? ¿O soñar en la adolescencia una vida distinta, pero conservando la lealtad del grupo de amigos en la interminable guerra de los botones? ¿O descubrir los personajes que pueblan una Alcarria a medio camino entre el realismo mágico y la ternura de quienes se hacen los encontradizos a lo largo del camino?
Y puesto que los héroes y los aventureros han ayudado a los hombres a elevarse sobre sí mismos y sus existencias de color gris cotidiano, en el tiempo de vacaciones no está de más elegir algún libro de aventuras como el del pionero Segundo Llorente, que recorre infatigable las llanuras heladas de Alaska para prestar ayuda a los habitantes de aquel desierto blanco. Páginas cálidas que devuelven al lector a aquella época no tan lejana en la que el mundo era inabarcable y resultaba imposible acceder a sus lugares más inhóspitos si no era de la mano de geniales narradores que alimentaban la fantasía y salvaban de la triste melancolía de unos tiempos poblados de amenazas y desconcierto.
[Imagen que decora la portada de Cuarenta años en el Círculo polar, obra clásica del gran aventurero Segundo Llorente. Debajo, imagen de Leily y Majnún, de Nezamí.]
El poco conocido artista plástico Alexéi de Jawlensky (1864-1941) centró una gran parte de su obra en el rostro humano. Su indagación tiene como punto de partida al prójimo que, como un espejo, se presenta ante quien lo observa y dice mucho del otro y, además, de uno mismo.
Como buen pintor ruso, su referencia central es el icono, y más en concreto el rostro de Cristo que, como santa faz impresa por modernas Verónicas en el paño, se convierte en modelo ideal de cada ser humano, con sus peculiaridades y defectos, aunque revelando destellos de la divinidad que todos atesoramos en nuestro interior.
Jawlensky tiene un cuadro en el que retrata a Cristo tocado con una extraña corona de espinas. La forma expresionista alcanza en este motivo una de sus cumbres, porque la realidad cruel es enmascarada por el color de las agujas que se clavan en la frente neutra del protagonista.
¿Acaso no representa ese color rojo, primario y cálido, una metáfora triste de tantas situaciones penosas que sufren las víctimas? ¿Y no suele la sociedad desactivar tantas veces el sufrimiento invitando al olvido, al silencio, a la integración de lo que ha sucedido porque de todo pueden sacarse cosas buenas, a pasar página y perdonar, a impedir que la espina se siga clavando en la carne dolorida…? ¿Y no llega incluso a preguntarse si este sufrimiento no será merecido, por alguna razón o motivo propiciado por la víctima, o por cualquier decisión que ha tomado y que ha producido consecuencias indeseadas?
Cuando Philippe Lefebvre decidió poner por escrito sus reflexiones sobre los abusos, la violencia y los mecanismos de control en la Biblia, el referente que tomó fue un hombre concreto que vivió en Galilea hace dos mil años y que murió crucificado en Jerusalén tras ser vejado por sus enemigos, olvidado por sus amigos e ignorado por la sociedad.
De esta experiencia una sola cosa queda clara; mejor aún, es evidente: esto no ha de ser así dentro de la Iglesia.
[Cristo con corona de espinas, obra pintada por Alexéi de Jawlensky en 1918, y que decora la cubierta del libro del biblista francés Philippe Lefebvre, Cómo matar a Jesús. Debajo, Emmanuel Levinas, filósofo del rostro del otro; en Ediciones Sígueme se han publicado dos de sus principales obras: Totalidad e infinito y De otro modo que ser.]
En mitad de la primavera suelen plantarse en el hemisferio norte las casetas de las ferias del libro. Una tradición que, desde más de un siglo atrás, ha evolucionado con los distintos usos y costumbres sociales. Si antaño era en buena medida un homenaje a la cultura humanista más elevada, en la actualidad se ha convertido ‒también en buena medida‒ en ocasión para la venta de lo que más se vende. ¡Cosas de los tiempos!
Nostalgia. En aquellas ferias primeras, la mirada ingenua de los lectores buscaba la sorpresa de lo inencontrable. Es cierto que siempre ha habido libros y autores de éxito que concitaban una buena parte del interés de los visitantes curiosos, pero nunca era a costa del resto de los libros valiosos.
Cuando el libro deja de ser importante por lo que contiene y se valora de él sobre todo la inversión en publicidad que ha recibido de mil y una maneras; cuando el libro es visto por los actores como otro producto más de entretenimiento y consumo; cuando se concibe con su obsolescencia programada o una fecha de caducidad muy semejante a la del pan de molde; cuando es promocionado por personas que jamás leerán un libro ni se les pasará por la cabeza que siempre ha sido ‒y debería ser‒ el medio privilegiado para la transmisión de los conocimientos y la formación crítica de las personas… Entonces, esta sociedad tiene un problema.
Oportunidad. Y, sin embargo, toda editorial, por irrelevante que sea, debe competir. Tiene la obligación de salvaguardar los buenos libros y no abandonarse a la moda de los más grandes. Su compromiso es social si su proyecto tiene presente la formación de un ciudadano crítico, libre, solidario, con capacidad de asociarse para buscar el bien común y no solo su bien y el de los suyos.
Porque si desaparecen estos libros, desaparecerá también algo más.
Feliz feria del libro de Madrid, en el parque de El Buen Retiro.
[Caseta 164 de Ediciones Sígueme en la Feria de este año, que tendrá lugar desde el viernes 27 de mayo hasta el domingo 12 de junio. Portada de Cuentos de los sabios samuráis, uno de los libros que presentamos como novedad en la Feria.]
Los pintores de iconos, al menos aquellos que conocen las leyes para ejecutarlos correctamente, saben que el escenario donde aparecen sus figuras es el cielo.
Saben, por supuesto, que no se trata del cielo físico, el que observan los ojos de la carne y estudian los meteorólogos con sus satélites para monitorizar los flujos de aire, con sus higrómetros para medir los porcentajes de humedad y sus barómetros para interpretar las distintas variaciones de la presión atmosférica. El cielo que inunda el fondo del icono es el que solo puede contemplarse con los ojos del espíritu porque se encuentra más allá del tiempo y el espacio; el que evoca la realidad auténtica y no la pasajera, la permanente y no la efímera de la rosa que se aja tras mostrar su esplendor.
Un cielo insolado, donde la luz se suma a la luz en un derroche inabarcable de energía, cuya representación más aproximada la expresa, metafóricamente, el oro.
Cielo áureo, que nada tiene que ver con el mediodía de un arenal, que todo lo esteriliza, sino con la belleza hogareña del fuego que hace inmortales a las figuras cuando sus destellos las bañan y purifican para intuir al menos signos de la vida nueva.
Desde el surgimiento del cristianismo, este cielo nada tiene que ver con la patria de los dioses, territorio con derecho de admisión para quienes pertenecen, aunque sea adulterinamente, a su misma estirpe. No en vano, el cristianismo ha traído un cielo que, demagógicamente hablando, es democrático, para todos; un cielo, incluso, demasiado humano; un cielo, en fin, donde cada criatura permanece erguida a la derecha del que está de pie a la diestra de Dios.
En este cielo la luz lo llena todo, porque la luz es la que lo cambia todo. Luz de luz que brota del más allá por obra y gracia de la resurrección de un Hijo como de hombre. Nada que toque esta luz puede ser visto con ojos sin cauterizar por el Espíritu. Ojos que a su vez son mirados por las figuras de los iconos para revelar al espectador su verdadera naturaleza. Divinizada.
[Icono de Andréi Rubliov, «Cristo Salvador», ca. 1410, que aparece en las guardas de Teología del icono, de Leonid Uspenski, obra central de la teoría del icono. Detalle de la imagen de cubierta de Hombres que son como lugares mal situados, del poeta Daniel Faria.]
Entre medias de la muerte y la vida solo habita el silencio. Pero no un silencio cualquiera, conocido, sino aquel que existía antes de que el mundo fuera. Un silencio primigenio, grávido de vida, que busca desplegarse acuciado por una fecundidad incontenible.
En un silencio así, al que siempre preceden los dolores de parto que ensombrecen el horizonte y lo llenan de dudas y temores, poco a poco, sin apenas esperarlo, aflora la alegría latente de una resurrección.
Algo similar ocurre a mediados del mes de abril en las tierras de Israel, cuando la luna llena se muestra en todo su esplendor. La primavera se hace presente con vitalidad incontenible y la fiesta trata de abrirse paso incluso entre la violencia que tristemente provocan los humanos.
Muerte y vida se suceden en la tierra desde el principio de los tiempos. Y tan antigua como esta constatación es que la vida tendrá éxito y que muy pronto nadie habrá de gustar el fruto amargo del luto. Pero ¿de verdad las espadas se reconvertirán definitivamente en arados y las lanzas en podaderas? ¿Podrá el pueblo desperdigado reunirse al fin en la única vía sacra, trazada en mitad de la estepa y aromatizada por las plantas medicinales que protegen a los peregrinos de toda enfermedad? Y la ciudad santa a la que se encaminan, ¿conservará milagrosamente las murallas y los edificios cuyas llaves guardan los exiliados, pues en la memoria jamás dejó de ser aquel su hogar a pesar de las fatigas y trabajos terribles de la historia?
Según cuenta el último de los libros de la Biblia, ese pueblo nuevo estará pastoreado por un Cordero que retorna victorioso del sacrificio. En su cuerpo siguen siendo visibles las señales del suplicio y, aunque no necesitan disimularse ni pueden desaparecer, son heridas que ya no simbolizan la muerte, sino que sanan, vivifican, reconcilian, amansan las pasiones y ahuyentan todo dolor.
Heridas luminosas que devuelven a la vida. Reduplicada.
[Icono de la resurrección de Lázaro que ilustra la portada de la obra de Alexander Schmemann, ¿Dónde está, muerte, tu victoria? Debajo, detalle de la ilustración para el libro de Olivier Clément, La alegría de la resurrección.]
Pocas oraciones tan radicales como esta. Y más si se sabe que brota de los labios de un niño tras escuchar la enseñanza que el morabito imparte a sus jóvenes discípulos.
Esta desconcertante petición ha sido transmitida en una de las muchas narraciones sufíes para ejemplarizar el poder arrollador de los sentimientos amorosos cuando se encuentran sin control.
Ante la pasión obsesiva, nada vale. Esta experiencia humana, que se experimenta de manera aguda en algún momento de la vida, tiene expresión en el bellísimo libro del Cantar de los cantares en la exclamación enfebrecida de la amada a su amado ausente: «Grábame ‒asegura en su desespero‒ como sello en tu corazón, como tatuaje en tu brazo; porque el amor es mas poderoso que la muerte y la pasión más despiadada que el infierno» (Cant 8, 6).
De una forma sin duda mucho más prosaica, el filósofo Jean Paul Sartre se hizo eco de la lógica cultural dominante en los años sesenta y setenta del siglo pasado al definir al hombre como «una pasión inútil». Esta fórmula, en principio negativa, atesora paradójicamente una brizna de verdad, pues no está tan alejada del pensamiento escrito por Blaise Pascal con su habitual brillantez: «El hombre no es más que una caña, pero una caña pensante» (Pensée 349).
Esta pasión, tantas veces abocada a la frustración, nunca es irremisible. La imagen de la aparente endeblez de la caña, que vacila incluso con la más suave brisa, podría esconder una sutil ironía: la capacidad divina de pensar le ha sido concedida al hombre para no tomarse demasiado en serio. El individuo inteligente es aquel que, aceptando el poder de la pasión, ruega a Dios que le dé sentido del humor para aceptar su desvalimiento y pedir la protección amorosa que solo procede de lo alto.
Únicamente quien es capaz de reírse de sí mismo encuentra el camino para salir del laberinto de sus perturbadores sentimientos.
[Detalle del libro Cuentos africanos, donde se recoge el relato del morabito y la pasión. Esta serie de cuentos recopilados por Henri Gougaud forma parte del catálogo de Ediciones Sígueme. Debajo, motivo que decora la cubierta de El pudor. Un espacio de libertad, obra de la psicoanalista Monique Selz.]
Esta palabra en desuso ha tenido una gran importancia tanto en la tradición judía como en la cristiana. Y, además, siempre las ha conectado con el incómodo misterio del mal que queda impune en la tierra.
Ante la envergadura de semejante fracaso, las respuestas suelen repetirse a lo largo de la historia humana. De ordinario, la primera es el olvido. Todos infligimos el mal en algún momento. Todos lo hemos sufrido también en nuestras propias carnes. Lo recomendable es mirar hacia delante y pasar página, se dice. Puesto que no es posible hacer nada, mejor ni recordarlo, no sea que al revivirlo continúe ejerciendo sus perniciosos efectos sobre nosotros.
Una segunda postura es la racionalización. Siempre existen motivos para justificar el mal que uno comete: psicológicos, sociológicos, políticos, culturales; todos aportan razones más o menos convincentes para diluir la propia responsabilidad, hasta el punto de concluir que todos somos, en el fondo, víctimas. Esta justificación, más habitual de lo que pudiera uno imaginarse, ha hecho que muchas personas se conviertan en cómplices insensibles de una sociedad cuyos fundamentos éticos se encuentran perdidos. Los ejemplos son incontables, incluso vergonzantemente cercanos.
La tercera posición es extrema. Según Georges Bernanos, si tan solo en un instante se nos revelase el mal cometido, moriríamos de inmediato. Porque quien se hace consciente del daño que ha causado, no puede por menos de poner fin a su vida.
La cuarta postura, que por supuesto no agota la lista, remite al reconocimiento humilde (incluso humillante) del mal producido. Este reconocimiento constituye apenas el comienzo de un largo proceso donde el infractor siente dolor por el mal provocado y, ante la imposibilidad de expiarlo, se compromete con todas sus fuerzas a intentar repararlo con obras de bien. Decide, sin poder a menudo explicarlo, consagrar su vida a no añadir más mal al que ya existe, y a poner bien allí donde le sea posible.
La conocida filósofa judía Hanna Arendt ha recordado en sus obras que la metáfora más perfecta de esta forma de reparación es traer al mundo un nuevo ser. Ella piensa que, en todo recién nacido, la humanidad recupera la esperanza, se da una nueva oportunidad para al menos rebajar el mal que todo lo impregna y, en la medida realista de lo posible, contrarrestarlo con las obras nacidas de la pureza del nuevo ser aún no contaminado.
Cuando año tras año la Iglesia invita a los creyentes a recorrer el camino cuaresmal, a reconocer los propios pecados y realizar obras de misericordia, no está haciendo otra cosa que abrir un resquicio para que el bien y la justicia nos regeneren.
Todo lo demás suele ser postureo, moda y buenismo pasajero.
[Detalle de la portada del libro de Peter Bouteneff, Cómo ser un buen pecador. Debajo, imagen que decora el libro de Peter Graystone, Desintoxica tu vida espiritual en cuarenta días.]
Palabra extraña en estos días que corren. Con una segunda vida en los variados territorios del arte, como la novela del escritor Ian McEwan, que así se titula, o la poética filmografía del director danés Carl T. Dreyer, con su Juana de Arco y su Ordet, o la del incómodo Lars von Trier, que hace del sacrificio incomprensible el motor de la trama.
Lo cierto es que la palabra «expiación» perturba a la cultura dominante. Más aún, para los creadores de opinión todo lo que tiene que ver con el sacrificio resulta obsceno, denigrante y pasado.
Y es que el drama de tantos seres humanos comienza a engendrarse cuando todas sus decisiones y actuaciones, por equivocadas que sean, no tienen consecuencias. Es entonces cuando los buenos sentimientos y las opiniones se convierten en las excusas perfectas para exigir que la sociedad las apruebe; o al menos no condene sus consecuencias negativas.
En este sentido, los antiguos fueron más lúcidos: consideraron que los rituales sagrados donde se purgaba el mal y se recibía el perdón permitían al ser humano comenzar de nuevo. Eso sí, siempre gracias a la ayuda protectora de la divinidad.
A lo largo de la historia humana, purificación y perdón han hecho posible recomenzar. Y no de manera ingenua y desrresponsabilizada, sino porque ha sido posible liberarse de la esclavitud tiránica de la culpa: esa roca insoportable que el hombre moderno carga sobre sus espaldas porque se engaña pensando que su vida solo depende de sí mismo, incluso reconociendo que deberá ascender una y otra vez la montaña, sin esperanza de alcanzar la cumbre con su carga.
Del superhombre al loco infeliz solo hay un paso, especialmente cuando se fantasea pensando que nuestra identidad es la del sujeto enclaustrado en sí mismo.
¿Y si el perdón recibido y acogido fuera de verdad el único camino, porque a la cumbre solo se llega con los otros? ¿Y si fuera necesario disponer tiempos y espacios, personas y lugares sagrados para proporcionar la reconciliación con las víctimas y hasta con uno mismo? De hecho, ninguna justicia (y menos aún la venganza, por más sutil que ella sea) resulta lo suficientemente eficaz para reconstruir por ella misma las relaciones heridas y rotas entre los humanos.
[Fotograma de Ordet de Carl Th. Dreyer, cuyo guion, junto con la obra teatral de Kaj Munk, ha sido publicado en nuestra colección El Peso de los Días. En el centro, imagen de la cubierta de Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez. Debajo, detalle de la portada del libro de Jennifer Benson, El poder del perdón.]
A propósito de una de sus famosas acuarelas, pintada allá por 1923, el famoso artista plástico y profesor en la Bauhaus escribe en sus cuadernos: «El equilibrista, con su pértiga, es símbolo del equilibrio de fuerzas. Él mantiene o vence la fuerza de la gravedad en equilibrio, en un juego de pesos y contrapesos».
Esta sencilla imagen evoca una de las características más profundas de las relaciones humanas: su dinamismo. Ninguna relación es estática, tan solo tiene la posibilidad de avanzar en un equilibrio inestable. Porque en el cable tensado, donde nunca es una opción retroceder o detenerse, hay que mirar al frente y atreverse a dar el paso siguiente. Bien es cierto que cada paso genera incertidumbre ‒algo así como un caos interior que hay que atravesar‒; no en vano, la amenaza de perder el equilibrio y precipitarse al vacío es real.
Esto mismo sucede en las relaciones espirituales. Pero en ellas el equilibrio implica y afecta de forma directa a la conciencia. Por esa razón, el único modo de recorrer el cable sin fracasar en el intento pasa por el escrupuloso respeto del otro. O, dicho con otras palabras, comprometiéndose a no profanar el santuario más íntimo de aquel que pide ayuda o consejo, a fin de salvaguardar su dignidad y su libertad.
Dejar distancia, ser pudoroso con el otro, tener paciencia y no buscar erigirse en protagonista de la vida del que abre su corazón, constituyen algunas de las actitudes que debe tener quien acepta la responsabilidad del acompañamiento del alma. Sea este religioso o no.
[Detalles de la acuarela de Paul Klee, «El equilibrista», que decoran la cubierta del libro de Pavel Syssoev, La paternidad espiritual y sus perversiones, recientemente publicado.]
En el mundo actual muchas personas consideran que la palabra «mística» tiene un aura mágica. Si se hiciera una encuesta, es casi seguro que para la gran mayoría este término evoca positividad, aunque luego no exista esa misma unanimidad a la hora de definirlo.
También para muchos, la «mística» tiene algo de subversivo frente al poder institucionalizado, sea este religioso o de cualquier tipo, pues conserva reminiscencias ligadas a la libertad individual, a ese territorio íntimo donde cada uno se siente a salvo.
Sea como fuere, la mística cotiza al alza en la bolsa de la sociedad contemporánea. Y en este sentido, muchos ven en ella el deseo profundo de trascendencia, de ruptura con las prisas cotidianas y los compromisos a los que nos atamos y que, sin apenas darnos cuenta, nos deshumanizan. Muchos, además, sienten que sus deseos desbordan la realidad, incluso aunque su vida sea exitosa. Y a no ser que la fiesta en la que participamos eche el cierre, al final el aburrimiento termina apareciendo como saciedad y hastío.
Por si fuera poco, la necesidad de entrar en uno mismo para hallar algún sentido duradero puede terminar alimentando ese «malestar» del que con tanta lucidez habló Kierkegaard. Un malestar insidioso, que a veces se revela como melancolía, otras como angustia, otras, en fin, como desesperación. Y ello porque muchas de las experiencias denominadas «místicas» comienzan y terminan en el individuo, sin siquiera traspasar la superficie del misterio que somos.
¿Y si en tales momentos, al margen de tópicos y prejuicios, incorporáramos el término «Dios» en la ecuación? Y no necesariamente para creer en él, sino para ensanchar y ahondar en la experiencia fundante que mantiene a este mamífero bípedo tan peculiar.
¿Y si, dando un salto mortal, ese «Dios» concreto fuera el invocado por aquel Jesús de Nazaret que hace dos mil años se recuerda que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por las fuerzas que los esclavizan y destruyen?
La experiencia, entonces, quizá sería liberadora. Y, sin duda, sanadora.
[Imagen de cubierta del libro de Lorenzo de la Resurrección, La práctica de la presencia de Dios en la vida cotidiana, Sígueme 2021. Debajo, fotografía de Ysabel de Andia, autora de Mística. El admirable misterio de Dios y del hombre en Cristo, Sígueme 2022.]