Los pintores de iconos, al menos aquellos que conocen las leyes para ejecutarlos correctamente, saben que el escenario donde aparecen sus figuras es el cielo.
Saben, por supuesto, que no se trata del cielo físico, el que observan los ojos de la carne y estudian los meteorólogos con sus satélites para monitorizar los flujos de aire, con sus higrómetros para medir los porcentajes de humedad y sus barómetros para interpretar las distintas variaciones de la presión atmosférica. El cielo que inunda el fondo del icono es el que solo puede contemplarse con los ojos del espíritu porque se encuentra más allá del tiempo y el espacio; el que evoca la realidad auténtica y no la pasajera, la permanente y no la efímera de la rosa que se aja tras mostrar su esplendor.
Un cielo insolado, donde la luz se suma a la luz en un derroche inabarcable de energía, cuya representación más aproximada la expresa, metafóricamente, el oro.
Cielo áureo, que nada tiene que ver con el mediodía de un arenal, que todo lo esteriliza, sino con la belleza hogareña del fuego que hace inmortales a las figuras cuando sus destellos las bañan y purifican para intuir al menos signos de la vida nueva.
Desde el surgimiento del cristianismo, este cielo nada tiene que ver con la patria de los dioses, territorio con derecho de admisión para quienes pertenecen, aunque sea adulterinamente, a su misma estirpe. No en vano, el cristianismo ha traído un cielo que, demagógicamente hablando, es democrático, para todos; un cielo, incluso, demasiado humano; un cielo, en fin, donde cada criatura permanece erguida a la derecha del que está de pie a la diestra de Dios.
En este cielo la luz lo llena todo, porque la luz es la que lo cambia todo. Luz de luz que brota del más allá por obra y gracia de la resurrección de un Hijo como de hombre. Nada que toque esta luz puede ser visto con ojos sin cauterizar por el Espíritu. Ojos que a su vez son mirados por las figuras de los iconos para revelar al espectador su verdadera naturaleza. Divinizada.
[Icono de Andréi Rubliov, «Cristo Salvador», ca. 1410, que aparece en las guardas de Teología del icono, de Leonid Uspenski, obra central de la teoría del icono. Detalle de la imagen de cubierta de Hombres que son como lugares mal situados, del poeta Daniel Faria.]